Cuánto repercutía la caída de un Muro o “el descongelamiento” de una Guerra; el desplome del castillo de naipes soviético o el reemplazo de una bandera de hoz y martillo; la traducción de Perestroika o los besos y abrazos entre Gorbachov y sus homólogos occidentales. ¿Sentiríamos solo el estruendo de los bloques sobre el piso y la soledad de un sistema?
Todo eso estaba lejos a mis nueve años, que veían a los hermanos de mis amiguitos recién llegados de una epopeya internacionalista en África y a un pueblo construyendo y remodelando instalaciones para prestigiar una sede que pudo ser en el ‘87 y tuvo su postergación debido al escamoteo de Indianápolis y la parcialidad de algunos dirigentes de la Organización Deportiva Panamericana (ODEPA).
Se me acercó meses más tarde, cuando quise presenciar el softbol en el santiaguero Parque Caribe y pasear entre provincias te hacía comprender lo Especial del Período, en medio de una cita multideportiva conservada en mi memoria por obra y gracia de un televisor vanguardista (se lo ganó mi abuela por buena trabajadora), cuya pantalla coloreó mis recuerdos de la página más brillante del deporte cubano, escrita con austeridad y patriotismo hace dos décadas. Triunfo desafiante en el sendero de los noventa, cuyos obstáculos iban más allá del desabastecimiento y el peligro de muerte “por asfixia económica”.
Ese verano trascendimos en la actividad del músculo, mientras Moscú lloraba, Washington “le secaba” las lágrimas y La Habana no creía en ellas. Un Tocopán en guayabera, tenis y sombrero de yarey, les daba la bienvenida a las delegaciones aquel viernes 2 de agosto en el Estadio Panamericano, donde circularon desde comitivas tan poderosas como la estadounidense (sólo segunda en el medallero de Buenos Aires-1951) o canadiense, hasta simbólicos grupitos sonrientes de caribeños anglófonos y francófonos.
Me era fácil comprender el porqué el pez grande se comía al chiquito y las preseas no eran la excepción. En ese ámbito también se imponía el más fuerte. Pero esa tarde (debió ser calurosa en todos los sentidos), celebrada fervientemente por su público y visitantes de rostros andinos, centroamericanos y norteños, la delegación local desfiló dispuesta a romper las reglas del mar.
Presentes en el graderío, el Comandante en Jefe Fidel Castro y Juan Antonio Samaranch, entonces presidente del Comité Olímpico Internacional (COI). Al “Príncipe de las Alturas”, Javier Sotomayor, recordista mundial de su especialidad atlética, le correspondió prender el pebetero en la capital. También en Santiago de Cuba, en el “Guillermón Moncada”, ante más de 30 mil espectadores, el fuego hemisférico se encendió al siguiente día.
Cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros recorrió el maratonista Alberto Cuba para convertirse en el primer campeón de los XI Juegos Panamericanos La Habana ‘91 (4 mil 519 atletas procedentes de 39 naciones) y dar la corona al país anfitrión, además de regalar el título inicial de una cosecha histórica tricolor, culminada en 140 oros, 62 platas y 63 bronces, válida para ubicarse en la cúspide continental.
Y se hizo cotidiano nuestro himno nacional: Ana Fidelia Quirot, el equipo masculino de florete, el propio Sotomayor (cota para la justa de 2,35 metros), la clasificación olímpica del béisbol hacia Barcelona ‘92, el éxito del polo acuático varonil versus EE.UU. (monarca del mundo), los 11 boxeadores y el voleibol en sus dos sexo, la supremacía en taekwondo, lucha grecorromana, balonmano, judo y pesas, las gimnasias rítmica y artística (entre hombres)…
Vibró el Complejo de Piscinas Baraguá con cada esfuerzo de Mario González, “Mayito”, ganador de los 200 metros pecho, al imponer marca regional. La gimnasta Lourdes Medina reinó como medallista entre las féminas participantes. El Comandante en Jefe asistió a la mayoría de los eventos y premió algunos de ellos, como fue la final del básquet femenino, en la cual Brasil, liderado por Hortencia Marcari, venció a las cubanas.
El fondista mexicano Arturo Barrios; los nadadores Antonhy Nesty y Sylvia Poll, de Surinam y Costa Rica, respectivamente, además del basquetbolista puertorriqueño José “Piculín” Ortiz, entre otras luminarias, les confirieron mayor calidad al certamen, que desarrolló su ceremonia de clausura el domingo 18 de agosto.
Nuestra representación sigue siendo competitiva, en un escenario de mercaderes, dopaje, nacionalizaciones y, ¿por qué no?, superación de los rivales y resultados de los colaboradores cubanos. Del Muro “navegan” fotos de su desmantelamiento, la Guerra “está que arde”, lo que más se escucha es “La Primavera Árabe” y el sistema encontró compañía. Desde mañana, a mis 29 (cortesía del autor), Guadalajara-2011 me aproximará a La Habana ‘91, cuando aquí no reemplazamos enseña alguna.
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